2.7.- Ese bálsamo que es recordar

Habían pasado un par de meses desde ese incidente en el que por salvar al pequeño de las llamas del vehículo en el que yacían papá y mamá, había comprometido mi anonimato. También había aprendido más de los nuevos alcances del ya no tan nuevo icosaedron, buscando siempre sacar provecho de estos y sobre todo, apegándome a los lineamientos y reglas que para un Predicador se exigían.

Cloto, quien siempre estaba muy al pendiente de mis compromisos y mi persona, me había recomendado realizar unos ejercicios para controlar la empatía que en honor a la verdad, me estaban dando sorprendentes resultados. Mas sin embargo he de admitir que esos resultados comenzaron a afectar de manera no muy grata el trato con mis semejantes fuera del ámbito de mis deberes dentro de el círculo de Las Moiras.

-"Te noto muy distinto. Ya no eres el mismo ni conmigo, ni con tu hijo ni con nadie más"-, me increpó mi esposa. Tras realizar un breve análisis, caí en la cuenta de que ella tenía toda la razón, pues al menos aquel no tan lejano día en que murió alguien muy cercano a mi, fui, en palabras de ella, -"...impasible, inmutable, una roca."-

Apuré a darle la razón y también a explicarle que uno no es el mismo siempre o en todo momento, amén que si "la vida" me había enseñado algo, era a no ser tan empático o apegado a las personas, pues todos terminaríamos de una u otra manera con el fin de nuestro trashumar por este puente al que llamamos vida. Con todo y lo "poético" o "filosófico" que soné, se echó a llorar mientras que entre sollozos y lamentos me decía que simplemente ya no era el mismo.

Cenamos casi en silencio. Ambos con la vista a lontananza y nuestro vástago concentrado en atender las Redes Sociales a través de su teléfono. Terminamos, ordenamos todo en la planta baja y pasamos a nuestras respectivas alcobas: Mi hijo a la suya, mi esposa a la nuestra y yo decidí quedarme un rato mas en el estudio.

Arrellanado en el gastado sillón y con la vista fija en el cajón que rozaba mi barriga, cavilé un buen rato analizando, desmenuzando cada palabra que me había dicho ella. Revise los acontecimientos desde que comencé en mi nivel Predicador hasta ese momento mientras me veía reflejado en una superficie lisa y bruñida, para darme cuenta de cuál era mi aspecto interior y exterior. Simplemente yo era otro.

¿Quién era o qué era entonces ese ser vivo que veía reflejado? Una incipiente barba, un par de ojos hundidos en sus respectivas órbitas, un aspecto no desaliñado pero sí muy venido a menos y una mirada que parecía estar completamente vacía. ¿Sería acaso necesario hablar "de tu a tu" con Átropos para buscar un "merecido" período de vacaciones?

Levanté mi celular y buscando entre mis contactos, mensajes, correos y llamadas recientes no pude localizar nada que me permitiese contactar a mi mentora y cuasi patrona. Sería la casualidad o el enorme deseo que tenía de hablar con ella que "mágicamente" recibí un mensaje de Cloto que decía: -"Atropos le puede atender en este instante, si Usted así lo desea"-. Respondí con un "Sí" a secas al mensaje para que de pronto, nuevamente como si fuese una marioneta, un torbellino espacio-temporal me sacó de mi lugar para depositarme a la puerta de la enorme mansión de la reja de hierro fundido y gigantesca puerta de madera.


Ahí estaba Abaddon, representando su papel de viejecito indefenso, abriéndome la enorme reja y guiándome hacia la entrada. Le agradecí y pretendí seguir adelante, pero con una seña de su mano derecha me hizo detener para ser él quien abriese la pesada puerta de madera para invitarme a entrar. Cuánta amabilidad de parte de tan singular personaje.

Alineados y como esperando algo de mi parte, estaban esos cuatro ya no tan pequeños felinos que al verme simplemente abrieron mucho los ojos siguiéndome con sus tiernas miradas. Abaddon se detuvo entonces y entendí que de ese punto en adelante tenía que seguir sólo hacia la habitación de Átropos. Subí las escaleras que en esa ocasión parecían menos empolvadas que otras veces y tras llegar al umbral de su puerta (casi siempre abierta), entré con lentitud, respeto y sigilo.

De pie como siempre y en esta ocasión con su mirada clavada en mi, solicitó de manera amable pero imperativa: -"Cierre la puerta por favor"-. Regresé unos pasos sin darle la espalda. Giré sobre mi eje y tomé la manija de la chapa de esa puerta con toda calma procurando no hacer ruido al cerrarla. Me di la vuelta para volver a mirar a mi interlocutora, que esperaba se encontrase a no menos de tres metros de distancia, pero para mi sorpresa ahora su cara estaba a no más de cincuenta centímetros de mi.

Tratando de aparentar aplomo y calma por su no prevista cercanía, intenté guardar compostura. -"¿Qué puedo hacer por Usted?"- preguntó impasible. Al principio con timidez pero gradualmente sacando valor y decisión expuse mi caso y al final de mi breve discurso, formulé mi petición de vacaciones. -"No veo objeción alguna. ¿Cuánto tiempo? ¿A partir de cuándo?"- fue su respuesta. Acordamos fechas y plazos, así como términos de dicha petición para entonces y sin salir de su habitación, ser nuevamente tomado por sorpresa por ese vórtice espacio-temporal que me depositó en mi sillón frente al escritorio, habiendo pasado un segundo después de haberme arrebatado de éste por otro tornado semejante.


Me aseguré que mi escritorio y todas mis cosas estuviesen en orden y llevándome discretamente la caja conteniendo al icosaedrón para colocarla en mi mochila, subí los escalones para entrar a mi habitación en donde ella ya estaba recostada viendo un noticiero nocturno. Me desvestí, pasé a la ducha y tras ataviarme con mi amplio pijama, levanté cobijas y sábana de mi lado de la cama para juntos ver televisión. 

-"¿Te enojaste?"- pregunto ella. Mi respuesta fue un rotundo no y eso sirvió para darme entrada para explicar mi punto de vista e intentar que las cosas quedaran mucho mejor que como habían quedado hasta hacía casi una hora. Todo marchó a la perfección, tanto así que tras mirar otro rato de una vieja película, nos "acurrucamos" para luego quedar exhaustos y profundamente dormidos.

¡Hoy es mi día! Ese era el enunciado que rondaba por mi mente desde que me levanté y llevé a mi hijo a la escuela. Previamente a que él subiera al vehículo yo había tomado la precaución de acomodar mi mochila conteniendo el poliedro muy bien escondida en el porta equipaje. Tras despedirme de él y a no mas de quinientos metros de la escuela, pude detenerme y estacionarme para con toda calma, tomar la caja de madera esmaltada y con todo cuidado operar el icosaedron. Realicé la rutina de siempre para que quedase activo y poco antes de comenzar a ver cualquier escena, seguí las instrucciones para poder elegir lugar y fecha a la cual deseaba viajar.

El dónde y el cuándo ya los había decidido con antelación. ¿El lugar? La misma ciudad en donde me encontraba. ¿El momento? Esa época cuando cursaba el jardín de infantes. Mi "safari" espacio temporal comenzaría desde el pasado y desde ahí hacia el presente. Pronto me vi como un espectador fuera de la que por mucho tiempo fue mi casa. Estaba prácticamente nueva y en esa calle apenas si habían ocho automóviles todos en sus cocheras.

Una vez que me cercioré de que nadie me podía ver, me acerqué lo suficiente como para no perder detalle alguno. Serían como las ocho y cuarenta minutos de la mañana cuando se abrió la puerta. ¡Ahí estaba yo! Pequeño de no más de un metro de altura, cabello rubio casi dorado con un "corte" estilo "Principe Valiente" que caía hasta poco arriba del cuello de la camisa blanca reluciente.

Tras de mi venía mi hermana, también con un uniforme de color muy blanco, prácticamente nuevecito tomando a mi mamá de la mano. Mamá cerró la puerta con llave y comenzamos nuestro camino hacia el jardín de infantes. Yo llevaba un portafolios color azul y mi hermana una bolsita de niña. El pequeño tenía una sonrisa dibujada en el rostro, pero muy al contrario la faz de la nenita era como de incertidumbre y preocupación.

Tras una caminata de diez y siete minutos, el feliz trío se acercaba a la puerta del que sería la escuela de los dos pequeños. Faltando tres casas para llegar, el sonido de los llantos de todos los ahí presentes era más que evidente. Ambos pequeños disminuyeron el paso, pues esa felicidad e incertidumbre de sus rostros fue sustituida por lo que parecía ser preocupación rallando en miedo.

A la puerta de la escuela estaba la maestra directora que con una enorme sonrisa en los labios recibía y daba la bienvenida a cada pequeño, indicando posteriormente a cada padre o madre de familia que los acompañaba que hasta ahí podían pasar en ese momento. -"Es necesario que entiendan que estarán solos por unas horas"- era la explicación de la dama con guardapolvos rosa. El rostro de la pequeña comenzó a esbozar lo que se conoce como un "puchero", pues de ver a tanto pequeñín llorando, se vio contagiada por esa emoción y comenzó a llorar. Él (yo) apretaba los labios y hería su lengua mordiéndola con los incisivos para evitar romper en llanto. -"Los hombres no lloran"- había sentenciado papá y él había agregado: -"Tu por ser el hombre y por ser el mayor, deberás cuidar de tu hermana"-. Tras comprender que él era el pilar emocional de ella, la tomó de la mano y juntos entraron mientras intentaba consolarle.

Me quedé fuera mientras veía cómo mamá se alejaba cabizbaja. No era que desconfiara de las maestras o de la institución en sí,  sino que era la primera vez que dejaba en manos ajenas el cuidado de sus dos retoños. La seguí con la mirada hasta que desapareció de mi vista, mas por la ruta que tomó era seguro que llegaría a casa para comenzar con la rutina de tendido de camas, preparación de alimentos, etc.

Sólo. Viendo como terminaban de entrar todos y cada uno de los llorones y no llorones, esperé hasta que la escuela cerró sus puertas. Después de la tempestad vino la calma y parecía como si nada ni nadie hubiese estado en ese patio de la entrada. Lo que era la bolsa en la que estaban empacados unos útiles se mecía empujada por el viento, mientras que desde adentro se escuchaba un cántico en el que parecía que todos se estaban dando la bienvenida al unísono, para luego escuchar silencio seguido de ese bullicio infantil de cuando todos están en sus labores. Una lágrima surcó mi mejilla y fue entonces que maniobrando mi poliedro de cristal pasé al siguiente lugar y momento.

Era también de mañana, pero en esta ocasión era un pequeño y no dos a quienes acompañaba mamá. Con un pantalón gris, una camisa blanca, zapatos negros y una enorme mochila de cuero color café casi vacíos el niño, ya no tan niño, ingresó por esa enorme puerta de esa enorme escuela. En esta ocasión no me quede fuera y decidí seguirlo (seguirme). Cara de confusión y una extraña sensación de ser el completamente extraño en una tierra extraña, caminndo sin rumbo fijo por aquel enorme patio.

De pronto por los altavoces colocados estratégicamente para que su sonido bañase toda la escuela, sonó esa tonada que me acompañaría durante toda la primaria. Era la "marcha dragona" que interpretada con clarines y trompetas, anunciaban que todos los alumnos debían de formarse. Aquellos que cursaban del segundo al sexto grado ya tenían idea de a dónde debían formarse, pero todos los de recién ingreso o al primer grado sencillamente no teníamos idea de qué hacer.

Dejó de sonar la tonada para dar lugar a las palabras de la directora indicando a las maestras de primer grado que pasaran a indicarnos a dónde formarnos. -"Primero 'Be'"- fue el grito que me hizo voltear para que quien inferimos sería nuestra maestra nos indicara el lugar en el que comenzaba la fila donde debíamos de formarnos del más pequeño al más grande; una fila para niños, una fila para niñas.

-"Tomar distancia... Ya"-. ¿Qué era eso de tomar distancia? Observando a los otros alumnos e imitando sus movimientos, procedí a realizar la actividad que se nos ordenó. -"Firmes... Ya"-. Todos hicimos descender nuestro brazo derecho (con el que habíamos tomado distancia con respecto a nuestro compañero de adelante) para quedarnos muy quietos. -"Media vuelta... Ya"- Todos giramos ciento ochenta grados a la derecha para quedar con nuestra cara orientada hacia la puerta del aula. -"Avancen... Ya"- fue la orden marcial para que todos comenzáramos a caminar al mismo paso hacia el que sería nuestro salón de clases.

Me vi entrar y vi cómo la maestra cerraba la puerta pintada en color gris y hecha de herrería, tras el paso del último niño. El patio quedó vacío y solo se escuchaba el característico rumor de alumnos y maestros realizando su tarea diaria.

No podía mas. Demasiada nostalgia me había agotado. Me retiré caminando a paso lento del enorme patio, bajé los incontables escalones quedando junto a la enorme reja hecha con ángulos de acero, para simplemente realizar las maniobras necesarias en mi icosaedron y regresar a mi presente, justo un segundo después de haber partido. Qué gratos momentos. Qué bella experiencia el revivir como un espectador todo aquello que ahora estaba en mi mente. Así me quedé unos minutos para luego entonces retomar mi camino a la oficina.

La nostalgia es mágica. El recordar simplemente grato y edificante. Mis ideas ahora eran más claras y lo que parecía antes un negro e incierto futuro, ahora tengo delante de mi un porqué y un para qué. No necesitaba por el momento más "vacaciones". Estaba listo para regresar a mis deberes como Predicador.

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