2.3.- ¡Habemus Predicador!

-"¿Cómo nos organizamos para hoy por la noche?"- pregunto ella. Le propuse y -"...siempre con su venia y mejor opinión"- que condujera directo a con la celebración con sus amigas, mientras que yo llevaría a nuestro hijo a casa de su mejor amigo. Al final ajustamos ciertos detalles pero esta proposición le pareció de maravilla.

Conforme pasaba el tiempo, discretamente fui preparando mi mochila con lámpara, latas de alimento para minino, la carta y el icosaedrón. Para evitar que ojos curiosos y suspicaces preguntasen por el contenido o intención de colocar la mochila en cualquier otro sitio, la hice caber en el cajón de mi escritorio bajo llave. En una oportunidad en la que salí a la calle, aproveché a colocar la mochila en mi automóvil de manera que nadie la notase. ¿Mochila con todo lo necesario? Lista.

Llegado el momento acordado, me vestí de manera casual para simplemente llevar a mi hijo a la casa de su mejor amigo. Le entregué un billete a él para cualquier necesidad que surgiera, pues dentro de los planes estaba el ir a cenar a un restaurante. Revisé que su mochila estuviera preparada, su teléfono celular debidamente cargado y todo listo para que entonces mamá, papá e hijo salieran en sus respectivos vehículos y comenzara el periplo nocturno.

Tomé con calma el trayecto a casa de los anfitriones de mi hijo. Me identifiqué con el guardia de la puerta de ingreso al coto de viviendas, ingresé y entonces me dediqué a buscar la casa en donde mi hijo pasaría la noche. Llegué al domicilio y me di cuenta que ya había más niños arribando con sus mochilas y corriendo a la entrada de la casa. Detuve por completo mi vehículo y descendí para saludar como es debido a los anfitriones y agradecer sus finas atenciones. Eran una pareja muy joven quienes amablemente respondieron a mi gesto con buena educación. Tras preguntar a qué hora era prudente pasar a recoger a mi vástago, me indicaron que después de las doce de mediodía estaría bien. Intercambiamos números de teléfono celular y tras despedirnos con toda la educación y buenos modales posibles, pasé a retirarme.

Era en mi opinión demasiado temprano como para acudir a mi cita con Átropos, por lo que decidí pasar a cenar algo y tomar una bebida espirituosa que me permitiera estar mas tranquilo y relajado. El restaurante estaba a media capacidad. Me recibió una diligente jefa de meseros que de inmediato me asignó una mesa acomodada casi al fondo del local. -"Qué mesita más mona"-, pensé mientras me sentaba en la silla que me permitía ver hacia prácticamente toda la superficie del restaurante.

Redonda y de madera con solo dos silla, una lamparita al centro iluminándola sólo lo suficiente vestida con un mantel ajedrezado de cuadros rojos y blancos muy "a la italiana", así era la mesa en la que cenaría y bebería algo esa noche. Pedí a modo de entremés una "ensalada de rúcula (arrúgula) fresca con aceite de oliva, queso de cabra y ralladura de queso parmesano. Como plato fuerte pedí un "vacío de corte vacuno término medio" y para beber, una copa de vino tinto de la casa.

Mientras esperaba mi bebida y mi comida, me puse a revisar la agenda y los correos electrónicos en mi celular. Quien interrumpió esta actividad fue la mesera que me habían asignado. Era joven, no más de veintidós años ni menor de diez y nueve. Llevaba el uniforme del lugar y en ese momento para comenzar me sirvió mi ensalada y mi copa de vino. -"Su corte lo traigo en aproximadamente diez minutos"- me indicó. Agradecí amablemente y colocando la servilleta en mi regazo, tomé el tenedor para ensaladas con mi mano derecha y con decisión pero sin impaciencia, ataqué las tiernas hojas de rúcula haciéndolas acompañar alternadamente de rebanaditas de jamón serrano o queso de cabra.

Mojé mis labios con el vino de la casa, que resultó para mi de un sabor excelente. Solicité saber el origen de tan deliciosa bebida, recibiendo como respuesta el que me mostrasen la botella con su respectiva etiqueta. Era un vino que provenía de Mendoza, Argentina. De un color rojo profundo, rubí intenso con matices violáceo-azulados; de un delicioso aroma a cereza y con algo de matices de sabor a chocolate y vainilla, con un sabor cálido, suave y con taninos dulces muy agradables.

Casi terminaba mi ensalada cuando la amable mozuela traía ya mi carne y un cuchillo "ex profeso". Hice a un lado amablemente el plato de la ensalada, indicándole que aún no la había terminado. Ella entonces colocó delante de mi el generoso corte en un enorme plato en el que también estaba una papa horneada muy grande y una porción abundante de ensalada de lechuga, jitomate aderezados con lo que parecía ser una exquisita vinagreta.

Al ver mi expresión me preguntó: -"¿Todo bien?"- Mi respuesta fue un -"Todo excelente. Gracias"-. Tras ponerse nuevamente a mis órdenes se retiró tan sigilosamente como había llegado, dejándome delante de esa fascinante cantidad de carne. Parecía que el cuchillo era un implemento que estaría de sobra, pues la carne estaba tan suave que con solo el filo que ofrecía el canto del tenedor era más que suficiente para cortar una porción. Alterné ensaladas a cada bocado de ese paradisíaco corte, haciendo los honores a ese prodigioso vino de tanto en tanto con una copa más.

Casi una hora después y con el estómago casi a reventar, solicité me trajeran mi cuenta. Ella me ofreció diligentemente un postre o un café, pero tras comentarle que en ese abultado y satisfecho abdomen no había lugar ni para una semilla de ajonjolí, agradecí su atención. Realicé mi pago. estreché la mano del propietario y del parrillero que había preparado tal prodigio de carne y tras deshacerme en elogios por el lugar, el vino y la comida, salí con una enorme sonrisa.

Estacioné mi vehículo donde siempre. Como ya era costumbre me paré delante de la enorme reja de hierro fundido. Con toda familiaridad la abrí, subí los nueve escalones y tras ingresar a la casa por esa enorme puerta de madera que cerré tras de mi, fui recibido por los cuatro gatitos que ya adivinaban qué les traía en mi mochila. Ingresé a mi oficina y ellos de un salto se colocaron sobre el enorme escritorio haciendo una hermosa valla delante  de mi. Saqué las latitas con alimento y abriendo mucho los ojos profirieron al unísono un sonoro maullido. Puse las latitas delante de cada uno de ellos y procedí a abrirlas. De inmediato atacaron su alimento, entre ronroneos y sonidos que hacían al tomar el alimento con su lengua.

Saciados y aún relamiéndose, pasaron entonces a ocupar su lugar en el escritorio. Fue entonces que saqué de mi mochila la caja y de ella el icosaedron. Colocándolo delante de mi, éste comenzó a brillar con una hermosa luz azul cobalto, cosa que por primera vez ocurría. Estaba admirando la luminiscencia de mi poliedro cristalino cuando puede observar que Abaddon estaba ingresando a la habitación. Traía en su mano derecha lo que parecía ser un antifaz y en su mano izquierda una enorme capa negra con capucha, muy parecida a la que utilizaba Átropos. Poniéndome de pie y agradeciendo como siempre sus amables atenciones tomé ambas cosas con mis manos. Él entonces apenas si asintió con su cabeza en señal de agradecimiento para lentamente salir de la habitación llevándose tras de sí a los gatos.

Entendía lo de la capa, la cual me coloqué con todo cuidado sobre mis ropas. Pero ese antifaz era lo que no me quedaba muy en entendido aún. Como aclarándose la garganta, Átropos llamó mi atención desde el umbral de la puerta: -"Le suplico que no lleve su ropa debajo de la capa. Nada de zapatos y/o cualquier otra prenda, por favor."- Mi admiración era muy evidente, pero nunca me atrevería a contradecir mi maestra. -"En cuanto esté listo, acuda a mi habitación por favor y antes de ingresar, le suplico se coloque el antifaz tapando sus ojos y cubra su cabeza con la capucha de su capa"-. Con un discreto pero claro "Sí" me di a la tarea de retirarme mis ropas sin quitarme la capa.

Descalzo, desnudo, solo con esa capa encima y con el antifaz en mi mano derecha, me detuve justo en el umbral de la habitación de Átropos. Todo parecía estar igual, pero en vez de que fuese sólo Átropos quien estuviese de pie al fondo, había otras dos Entidades junto a ella. Una a cada lado. -"Póngase el antifaz, la capucha y entre"-. Esa fue la orden imperativa. Como obediente soldado coloqué el antifaz tapándome toda la visión de ambos ojos y colocar la caperuza, para entonces dar pasos cortos pero decididos y así ingresar a la habitación.

Una vez que pasé el umbral y después de haber dado no mas de tres pasos, escuché la enorme puerta cerrándose profiriendo un chirrido leve y un sonoro "clic", anunciando que en ese momento yo estaba completamente a merced de Átropos y las otras dos Entidades. Aprovechando mis otros cuatro sentidos, me propuse poner toda atención para así adivinar qué es lo que estaba pasando: El olor era como el de un incienso dulce, agradable y leve. Mis pies pudieron sentir lo que al parecer era una alfombra de pelaje corto suave y mullido. No hacía ni frío ni calor y pronto pude distinguir voces. Voces que parecían susurrar  palabras ininteligibles. ¿De dónde venía tanto susurro? Recordé que los tapices, los cuadros y los frisos de esa habitación estaba poblada por esas extrañas imágenes que cobraban vida.

El sonido fue "in crescendo" y de susurros pasaron a murmullos y de murmullos eso era ya una algarabía hasta que, repentinamente, quedaron completamente en silencio. -"Átropos levantó su huesuda mano derecha"- pensé para mi mismo. Tras un lapso de tiempo que me pareció eterno y sin siquiera escucharse el zumbar de una mosca, Átropos comenzó con su perora: -"Pluralitas entia boni et mali in isto testimonium..."- ¿En latín? -"Hodie nasci novi Praedicator"-.

En ese momento comenzó algo parecido a esos cantos que realizan los monjes budistas en el Tíbet. Voces graves, sonoras, profundas y continuas de fondo que hacían vibrar el piso dominaban por completo todo mi espectro auditivo. Una voz masculina como de tenor contra alto, irrumpió con un cántico en un idioma que ni por asomo pude distinguir. El cántico se superpuso a los tonos graves, sin que estos descendieran en cuanto a intensidad y frecuencia. Sólo el sonido de implementos metálicos, presumiblemente un cáliz, alguna espada o daga y un incensario se distinguían entre esos cantos tan sonoros y profundos.

-"¡Levate et adfectati at praedicator!"- fue la sonora orden que Átropos profirió. Como si alguien me estuviese empujando y alguien más jalando, avancé lo que calculo serían un par de metros. Súbitamente una enérgica mano retiró de un severo y magistral movimiento la caperuza, dejando mi cabeza y hombros al descubierto. Un sonido metálico característico de cuando se desenvaina una espada sonó acallando todos los sonidos, cantos y murmullos de la habitación. Calculé que pasaron aproximadamente medio minuto, cuando de pronto tenía la fría hoja de lo que deduje era una espada, justo en mi garganta.

-"¡Caelum, infernum et mors vobiscum!"- Al terminarse esa frase la misma mano que retiró la capucha, retiraba con un fuerte tirón mi antifaz por delante. Fue entonces que pude ver a quien blandía la espada. ¿Abaddon? Abrí mucho los ojos y ese otrora anciano casi decrépito, ahora mostraba fortaleza y músculos dignos de un atleta, una mirada que hubiese espantado al mismísimo Satanás y una férrea determinación para degollarme. Pasé un poco de saliva y sentí con más fuerza la espada en mi garganta con el movimiento de mi epiglotis. -"¡Moriuntur ostia solvis!"- fue la orden de Átropos, para que Abaddon retirara con fuerza la espada de mi garganta, para repentinamente comenzar el aterrador viaje de regreso del afilado instrumento con toda velocidad directo a mi cuello.
Sin cerrar los ojos y esperando lo peor, a solo un milímetro de mi garganta, Abadonn detuvo lo que era mi inminente ejecución. -"Natus praedicator. ¡Alea cacta est!"- retumbó la voz de Átropos y las otras dos Entidades profiriendo esto último al unísono. Abadonn envainó la espada retrocediendo tres pasos. Átropos se acercó a mi lenta y sigilosamente como era su cotidiano proceder, para con sus heladas y huesudas manos me colocasen de nuevo capucha y capa en su lugar. 


Extendiéndome su mano izquierda me indicó: -"Levántese Predicador"-. Tomé su mano y evitando halarle hacia mi, hice un gran esfuerzo para levantarme. Me miró a los ojos y por primera vez pude distinguir en su rostro algo parecido a un sentimiento: -"Estoy tan orgullosa de Usted"- me dijo. Tomándome de los hombros con sus manos y viéndome fijamente, su rostro volvió a ser tan frío, tétrico e impasible como siempre sólo para decirme: -"No me defraude"-.

Poníendose a mi lado izquierdo y levantando mi brazo muy en alto, se escuchó su estruendosa voz diciento -"¡Habemus 
Predicador!"-. Una estruendosa algarabía llenó el recinto y entonces pude ver por fin a las otras dos Entidades más de cerca. -"Permítame presentarlo"- dijo Átropos. -"Él es Iesous, a quien los mortales conocen como Jesús. Viene en representación de Yahveh o Jehová. Me miró con sus profundos y benevolentes ojos negros, distinguiéndose una sincera sonrisa en sus labios franqueados por un tupido bigote y una abundante barba. Se retiró unos pasos a mi derecha y fue entonces que sentí un enorme escalofrío. -"Este es Luzbel. A quien también los mortales conocen Lucifer o Belcebú"-. Qué mirada más penetrante. Que frío más insoportable sentí en cuanto estrechó mi mano. En su largo y sereno rostro había una mueca que parecía una sonrisa sarcástica y a la vez burlona. -"Bienvenido"- me dijo. Su aliento era aún más helado y los bellos de mi nuca se crisparon como nunca antes. Caminó unos pasos a mi izquierda y ahí se quedó.


Átropos serena, de pie frente a mi y dándome la espalda, con la vista hacia todos los "asintentes" profirió en voz alta: -"Hic quis non nimis longa, posse meum locum substituant."-. Todo se detuvo por unos instantes para que de manera espontánea y al unísono, todas las figuras que estaban en cuadros, tapices y frisos hiciesen una prolongada reverencia hacia mi. Incluso Abaddon se inclinó un poco, sosteniendo horizontalmente con ambas manos y ofreciendome la ya envainada espada, que minutos antes estaba en mi garganta. La tomé con ambas manos y con toda reverencia agradecí la espada, para luego dar tres pasos hacia atrás.

-"
Lustrum conditum est supra."- fue el mandato de Átropos para que entonces volteando su cabeza sobre su hombro izquierdo me dijera: -"Puede Usted hacer con su tiempo lo que le plazca. Aquí ya todo es cosa hecha."-.


Regresé a mi oficina y ahí estaban esperando los cuatro gatitos, como quien espera a alguien con mucha impaciencia. En cuanto me vieron entrar, mis ojos no podían dar crédito a lo que estaba viendo: Los cuatro y al unísono hicieron algo parecido a una reverencia, estirando mucho sus patitas delanteras. Les agradecí a todos ellos y para reforzar ese gesto, acaricié la cabecita de cada uno de ellos. No tardó en hacerse presente Abaddon de nuevo en su papel de viejecito decrépito y desvalido. Tomó gentilmente la espada de mi mano izquierda para luego colocarla en un receptáculo que él había dejado en uno de los espacios vacíos de el enorme librero que quedaba detrás de mi escritorio. Hecho esto, me esbozó una leve sonrisa y procedió a salir del cuarto. Al darle un sincero -"Gracias"-, detuvo su lenta marcha, giró un poco su cabeza a la derecha, asintió un par de veces para lenta y parcimoniosamente retomar su camino.

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